Capítulo I: 1 de Marzo
— ¡Auch!
La gota de estaño quemó su muslo derecho. Daniel saltó de la silla maldiciendo en voz
alta, y el soldador y los cables volaron por los aires.
Luchó por sacarse los restos de soldadura de la pierna. Tiró con fuerza y el dolor
amainó un poco. Buscó a su alrededor algo de agua, y fue consciente de que estaba en
medio de una habitación que no conocía.
Y que no sabía soldar.
Extrañado, examinó el lugar. Era un departamento pequeño iluminado por una ampolleta
desnuda, con sólo una mesa y una silla sin respaldo como mobiliario. Papel de
envolver cubría las ventanas, bloqueando la
luz exterior. Las paredes descascaradas se encontraban empapeladas con mapas, planos
y fotos.
—Ahora sí que perdí la cabeza —dijo, para sí.
Un par de meses atrás habría gritado, llorado y maldecido. Hoy sólo experimentaba
desazón. Las cosas iban de mal en peor. Estaba en un punto en que ya había dejado de
luchar. Las ausencias se habían apoderado
de su vida y casi no valía la pena seguir sufriendo por ello. Aun así, esto era lo
más raro que le había sucedido hasta ahora.
— ¿Qué diablos estoy haciendo? —murmuró.
Sobre la mesa había un aparato desarmado, abierto en canal con sus tubos y cables al
aire. Las herramientas se entremezclaban con cables, colillas de cigarrillos,
interruptores y resistencias. En medio de aquel
caos, un patito amarillo de hule, de aquellos que utilizan los niños en las bañeras,
le miraba fijamente.
Desvió su atención a las paredes.
En una, estaba colgado un mapa de la ciudad. El plano estaba rayado con distintos
colores, pero tres marcas circulares hechas con plumón rojo destacaban entre las
demás. El primer círculo estaba en la zona poniente,
en la estación central de autobuses.
El segundo punto estaba a su derecha, en el centro de la ciudad. No entendió qué
señalaba, pues era una intersección.
El tercer círculo colgaba al margen del mapa, a las afueras, donde se difuminaban los
límites de la ciudad y de la zona rural: el aeropuerto. Pegados alrededor de estos
puntos, había fotos de diferentes puertas
y de personas entrando y saliendo.
En el segundo muro colgaban los planos de una estación de metro. Y no eran los de una
estación cualquiera, sino que del nodo principal de la red de subterráneo, donde
todas las líneas convergían. Sobre él se
sobreponían papeles transparentes con líneas que atravesaban la estación en formas
enrevesadas. Daniel los hojeó, mirando los títulos de cada uno. Cada vez que daba
vuelta una, su inquietud aumentaba. «Sistema
eléctrico» decía el primero. «Sistema de alcantarillado», el segundo. El tercero,
«Sistema de aire acondicionado y ventilación».
—Esto no está bien —jadeó. El aparato que estaba sobre la mesa era pequeño, de forma
cilíndrica. Tenía un mecanismo electrónico y lo coronaba un reloj digital. Al
parecer los sistemas de control se encontraban
en la base y en la parte superior, dejando un gran espacio vacío en el medio, como
si aún faltara algo más que instalar. En conjunto, podía pasar por un termo de café.
Daniel sabía lo que significaba, pero se negaba a creerlo. No podía haber llegado tan
lejos sin siquiera saberlo.
— ¿Me he vuelto loco y ahora soy terrorista? —murmuró, con los dientes apretados.
Su pie derecho chocó con una superficie dura bajo la mesa. Era una caja de madera
cerrada con candado. La sacó e intentó abrirla, pero fue inútil. No tenía la llave.
— ¡Ábrete, maldita!
Tomó un destornillador y trató de forzar la chapa.
La caja resistió.
Enfurecido, la tiró al suelo, atravesó el destornillador entre los goznes de la chapa
y mientras que con un pie la sujetaba, dejó caer el otro sobre el destornillador con
todas sus fuerzas. La palanca reventó
la bisagra y la caja se abrió. Daniel arrojó la tapa a un rincón y metió las manos
para sacar el contenido.
Eran dos aparatos más, pero terminados.
Estaban vacíos.
Aliviado, comenzó a sollozar. Las cosas habían terminado de irse al diablo.
Finalmente ocurrió lo que temía: perdió el control. Pero al menos, por un instante,
recuperó la lucidez. Y sabía lo que debía hacer:
destruir todo, borrar sus huellas y pretender que esto nunca ocurrió. Actuar en esta
preciosa ventana de conciencia y deshacerse de los aparatos, de los mapas, de la
habitación, antes que sobreviniera otro
episodio y no pudiera volver a tomar las riendas. Y luego, alejarse. Huir, tratar de
olvidar y llevar una vida normal… o lo que le quedaba de normalidad.
—Fuego. Necesito fuego —dijo en voz alta.
Entró en la cocina. El lugar era tan pequeño que sólo cabía una persona… y casi de
costado. Pero el espacio era aún menor porque la puerta del refrigerador estaba semi
abierta. Daniel intentó cerrarla a la fuerza,
para poder agacharse y revisar los anaqueles que estaban bajo el grifo, pero era
imposible. Dentro había una cosa muy grande y la bloqueaba.
Impaciente, pateó la puerta para sacar el molesto bulto.
Cuando vio la caja blanca, ahogó un grito y retrocedió, espantado. Tenía pintada una
araña de patas redondeadas y afiladas que simbolizaba la muerte. Abajo, con letras
rojas, se leía «Peligro Biológico».
El cuarto comenzó a girar y el amargo sabor de la bilis subió por su garganta. El
vómito salió a presión por la boca y la nariz, ahogándole por un instante. La tos se
mezcló con las arcadas y las lágrimas, y
sintió que el líquido le quemaba la cara. Continuó con los espasmos hasta que ya no
quedó nada por expulsar.
Agotado y vacilante, se puso de pie. Asqueado, fue al baño a limpiarse. Abrió la
llave del lavabo, se mojó la cara y el pelo, limpiando los restos que colgaban de
sus mejillas y nariz. Se miró al espejo y un
espectro demacrado y de ojos rojos le devolvió la mirada.
—Hola, desconocido —dijo, con amargura, a la imagen—. ¿Qué me estás obligando a hacer
ahora?
El reflejo no respondió.
— ¡Responde, mierda! —gritó. Y lanzó un puñetazo que hizo añicos al espejo. El dolor
fue como un balde de agua fría y le hizo recuperar algo del dominio sobre sí mismo.
— ¡Mierda! —chilló mientras sentía que la sangre corría entre sus nudillos — ¡Mierda!
Rebuscó entre las cajas del baño, pero no había nada que le sirviera para curar la
herida. No tuvo más remedio que meter la mano bajo el chorro de agua fría, sacarse
con cuidado las astillas de vidrio, y luego
envolverse la mano con un trapo sucio que encontró en la cocina.
Volvió a la sala y se sentó. Necesitaba pensar. Clavó la vista en el pato de hule.
— ¿Tú entiendes qué diablos está pasando aquí? —le preguntó—. ¿No? Yo tampoco.
La mano comenzó a entumecerse. El paño había tomado un color escarlata oscuro y
sentía un calor pegajoso y palpitante en los nudillos. Tendría que hacer algo con
eso.
—Creo que ahora sí que estoy jodido ¿eh, Donald?
El pato le miraba sin decir nada.
—Tengo tres bombas y una caja con un veneno. No sé cómo las armé, no sé cómo lo
conseguí. ¿Sabes algo al respecto?
Tomó al pato y lo apretó. El juguete chilló con un cuac desinflado.
—Mmmh… no es de mucha ayuda. ¿Para qué crees que es todo esto?
Volvió a apretar el pato y esta vez el chillido fue más vivo y fuerte.
—Sí, tienes razón. En los tres puntos del mapa circula mucha gente. ¿Y qué con eso?
Estrujó al juguete con furia y los cuac salieron en rápida sucesión.
— ¿Estás sugiriendo que voy a envenenar a toda esa gente y que quizás voy a hacer que
transmitan alguna especie de enfermedad más allá de donde detone las bombas? ¿Pero
estás loco? —bramó fuera de sí—. ¡No voy
a ser responsable de eso! ¡No lo haré! ¡NO LO HARÉ!
Estrangulaba al pato de hule cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Desanimado, dejó caer el juguete al suelo.
Volvió a mirar a su alrededor. ¿Había pasado algo por alto? La mano le palpitaba y el
paño estaba empapado en sangre. Volvió a la cocina, a revisar si había alguna otra
cosa que pudiera utilizar para detener
la hemorragia.
Tuvo suerte. En uno de los cajones encontró un botiquín. Se aplicó antiséptico en la
herida y la cubrió con algodón y sobre él una gasa deshilachada. Envolvió todo con
cinta adhesiva y se dio por satisfecho.
Al salir, vio el calendario pegado tras la puerta de la cocina. Destacado con plumón
rojo, había una fecha: el tres de marzo.
El ansia le golpeó de nuevo el estómago, pero resistió sólo porque ya no tenía nada
adentro.
— ¿Qué fecha es hoy?
Recordó que, en un rincón, había visto un montón de ropa tirada. Corrió hacia él y
rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y encontró el teléfono. Giró el pequeño
aparato buscando el condenado botón de encendido
y al tercer intento dio con él.
Casi sin respirar, lo activó y leyó la fecha: primero de marzo.
—Dos días. Tengo dos días para evitarlo —murmuró.
En teoría sería fácil. Bastaba con que decidiera no hacerlo. Pero Daniel no era dueño
de sus actos. Las ausencias llegaban en cualquier momento y, para él, era como si
pestañeara: en un instante estaba paseando
y, al siguiente, estaba armando una bomba en un departamento desconocido.
Deseaba volver a tener esos horribles dolores de cabeza. Por lo menos, en esa época
era consciente de lo que hacía, y sus decisiones y acciones eran completamente
suyas. Dormía mal y poco, siempre estaba malhumorado
y vivía en un constante dolor… pero parecía una época dorada. Las cosas eran
sencillas. Sencillas y aburridas.
No.
Eran previsibles.
Y previsible era bueno.
Previsible significaba que podía contar con que siempre sería el mismo y tomaría
decisiones consistentes. Que era fiable y la gente le valoraba. Previsible era saber
que tenía un sueldo y que todos los meses
estaría allí la misma cantidad. Previsible era tener a su novia contenta y en casa.
Previsible era la vida que tuvo y que ahora, había desaparecido.
Y se iba a convertir en un asesino de masas.
Tomó una decisión.
—Donald, fue un placer conocerte —dijo mirando al pato tirado a un costado de la
mesa.
Fue a la cocina y giró las perillas del horno. Un suave silbido acompañó al
nauseabundo olor del gas que comenzó a inundar el pequeño departamento. Arrancó el
cable del soldador. Separó los alambres, peló los
cables y dejó el cobre al descubierto. Sujetó ambos extremos separados y lo enchufó.
Entonces, esperó a que el gas llenara la habitación.
El sonido de las cañerías era una melodía que le incitaba a dormir. En el momento
adecuado, juntaría los cables, crearía un cortocircuito y saltaría una chispa. Y con
esa pequeña energía liberada, sus problemas
se acabarían. Adiós, vida miserable. Adiós, amenaza. El fuego lo purificaría y
acabaría con todo. Era lo mejor.
La modorra le hizo más lento. Estaba a punto de perder la conciencia cuando recordó
su misión.
—Adiós, Donald —se despidió por última vez, y juntó los cables.
Solo que, entre el momento de enviar la orden a los músculos para que hicieran el
contacto y que éstos obedecieran, Daniel ya no estaba en el departamento. De alguna
forma, se había trasladado al centro de la
ciudad, a la plaza de Armas.
Pestañeó un par de veces, medio cegado por el sol. Se encontraba sentado en una banca
bajo la mezquina sombra de una palmera. No supo si tenía la boca seca por el
inclemente sol del mediodía, por la náusea que
le provocaba la situación, o porque casi se había envenenado con gas.
La ciudad se movía a su alrededor, inconsciente del peligro. Y él tenía sólo dos días
para luchar contra sí mismo y evitar la matanza.